Monday, October 20, 2008

Despertar de las palabras


Por lo regular nuestras palabras son como un muro. Son pesadas, duras, impenetrables. En esos momentos es imposible atravesarlas por quienes nos escuchan. Ni siquiera nosotros, autores de tal construcción verbal, podemos hacerlo. Claro, habrá quienes logran destruir dicha fortificación con paciencia, con un pequeño martillo que golpea con cuestiones, poco a poco, hasta derribar cada ladrillo de nuestro argumento. No faltan quienes usan explosiones ensordecedoras de gritos.

Incluso en conversaciones que carecen de agresiones, hay veces que cada palabra tiene una cualidad dura y firme. Aparentemente vivimos en diálogos amistosos, pero en realidad lo que hacemos es lanzarnos primero bolas de nieve, luego pelotas, cada vez más duro. Puede que en ocasiones dejemos a un lado nuestra faceta juguetona y comencemos a lanzarnos piedras orales. Sin necesidad de aceptar debates, nuestro discurso (incluso el interno) se transforma en un bloque de concreto que empujamos y empujamos y que no se detiene. Aplana, aplasta y silencia. A ellos y a nosotros. Todos morimos ahogados, asfixiados por una congestión de palabras, letras, conceptos, argumentos y necedades. Todo atorado en nuestra garganta.

Ni hablar de las palabras con filo.

Así transcurre nuestra vida. Habrá días en los que pareciera que todo está bien, pero en poco tiempo esos minutos de paz son reemplazados por perturbaciones suscitadas por palabras punzocortantes. No importa quien hablo primero, el punto es que ya no hay tranquilidad. Comienza a faltar el aire en las comunidades ya que, poco a poco, son sepultadas por las avalanchas retóricas que sobran.

Por fortuna, hay quienes deciden liberarse de esa condición. Crean una intención por encontrar una solución. Transcurren los días, meses, años. Transcurre quien sabe cuanto tiempo. Y de repente, todo cambia. Esos osados que buscan lo que no conocen, que sin saber por qué investigan e investigan su propia naturaleza, de repente, dejan de luchar, dejan de insistir, dejan de necear.

En ese momento, sus palabras se transforman en agua, se vuelven aire, se vuelven transparentes. En ese momento, las palabras descansan, se vierten sobre todas las cosas, sobre todos los seres vivos. Sus palabras se tienden sobre los seres humanos, sobre todas sus ideas, preocupaciones y desasosiegos. Esas palabras acobijan todo lo que se encuentran en su camino, sin razón alguna, de forma natural y espontánea. Cada concepto, letra e idea se unen a cada fenómeno de la existencia. Se difuminan con amor en la forma y el espacio. En ese momento las palabras se liberan de su propia necedad.

Habrá momentos que nuestras costumbres previas visitaran nuestra nueva existencia. Identificaremos cada expresión exclusiva, cada necedad escrita, pensada y hablada. Sentiremos de nuevo, de forma más vívida, el dolor que causa la ausencia de espacio infinito y la presencia de sofocación sólida.

Sin embargo, no hay nada de que preocuparse. Una vez que hayamos identificado la cualidad transparente de nuestros párrafos, su esencia líquida, sutil y flexible, siempre tendremos a nuestra disposición esa forma de ser que no necesita destruir ni controlar, esa belleza clara, que reconoce cada paisaje y contorno, cada rostro y cada necesidad. Ya no se irá.

Lo único que queda por hacer es dejar que esa voz se diluya en nuestros días. Sin esfuerzo, sin impaciencia. Hasta que no haya distinción alguna entre las palabras y la existencia, hasta que hablemos con colores, con caricias, con melodías y con fotografías. Hasta que nuestras declaraciones sean tan naturales y majestuosas como cada montaña, tan serenas e inmensas como cada desierto.

Ante la palabra omnipresente, omnisciente e infinitamente compasiva no hay nada más que decir.

2 comments:

Jorge Pedro said...

para mí sólo hay una palabra que importa: la que no se dice, la inefable.

Alex Serrano said...

Es la misma de la que hablo al final.